jueves, 28 de enero de 2016

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Instigada por una ignorancia oculta entre las sombras de mi ceguera temporal, proyecto el método por el cual emerger del colosal huracán de bucles infinitos que consigue arrastrar a una gran mayoría. Una contrariedad insiste en presentarse, obstinada e incesante, en la que dos visiones opuestas se presentan en mi razón y sensibilidad, provocando ambigüedad en mi esencia. 

A veces una furia atroz aparece para despedazar mis entrañas y gritar con vigor el sentimiento inexpresable de odio e impotencia ante la abundancia de barbaridades, de engaños masivos y de inmoralidades juzgadas por mis propios principios. En esos momentos siento una necesidad, que procede de lo más profundo, de vomitar todo aquello que ha sido inyectado en mi ser a lo largo de mi existencia, regurgitar los horrores que se me han incrustado en los huesos sin ni siquiera haberlos presenciado. Agotada por los perjuicios internos que la rabia ha dejado, me debilito y caigo en un estanque de aguas opacas en el cual un silencio incómodo y exasperante retumba en mi cabeza y me ensordece.

Otras veces, más frecuentes, recuerdo el arte. Me refugio en las bellezas – muchas invisibles – que sutilmente se cuelan por mis laberintos hasta llegar al alma, y una vez ahí limpian y desinfectan algunas de las heridas que encuentran. Un tropel de pasiones me inunda y hace danzar más intensamente el brillo de mis ojos; ilumina y resalta los colores más vivos que me rodean, en muchos casos eclipsados por los múltiples tonos grisáceos que impregnan este vasto y burdo territorio de apatía. Recuerdo los mensajes expresados en acciones que susurran vínculos invisibles de afecto, demostrando la existencia de lo abstracto, evidenciando  que aquello que no se puede palpar es lo único capaz de llenar los vacíos que la memoria se empeña en revivir.

Respaldada entonces por optimismos eventuales sigo buceando a contracorriente por este río belicoso, esperando llegar con vida a zonas más altas y allí encontrar las verdades – algunas relativas y otras absolutas – que mi instinto más innato anhela y desea.

miércoles, 27 de enero de 2016

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Cuando la incertidumbre se apodera de mí, o la ansiedad y el estrés me asfixian, cuando mi ser grita - sin quedarse nunca afónico - que necesita libertad; es entonces cuando acudo a tu brisa, siempre limpia, y a lugares superficiales de tu interior. Asimismo acudo a ti cuando me llamas con promesas de una calma pura, de reposo inigualable; huyo a tus rincones cuando deseo lustrar y limpiar mi esencia o cuando anhelo tu belleza, a veces agresiva y a veces plácida.
Ansío encontrar caminos hacia tus entrañas, siempre misteriosas, perpetuamente escondiendo trampas y oasis entre muros de zarzales y maleza. He aprendido a oír tus cantos susurrantes y a temer tus bramidos que se exhiben amenazantes por encima de casi cualquier otro ruido.
Llegará un día en el que mi cuerpo inerte se entregará a tus brazos, y tal vez mi alma vagará por tu tierra, tu agua y tus troncos, se deslizará entre tus vidas y tus muertes, volará por encima de tu vegetación y tus desiertos, y tal vez se fusionará con las tormentas, con la niebla y con el viento,  con los rayos de sol que se filtran entre las copas de los árboles para crear magia visual.
No pertenezco a nadie excepto a ti, y tú, en tu inmensidad, eres mi hogar.

Adicciones ciegas

Me encontraba sumergida en unas aguas turbulentas y confusas. Esas aguas, pero, tenían algo extraño. No había vida allí, únicamente la mía. El silencio, normalmente agradable, contenía una tensión casi palpable que me omprimía y hacía que mi cuerpo, pesado, cayese y cayese hasta llegar al fondo. Allí abajo, en un lugar tan lóbrego, encontré ese sosiego que siempre había buscado.
Algo se acercó a mí. Algo sin vida. Unos ojos grises, como su mirada triste y apagada, me observaban con aparente atención. La calidez que yo emanaba bloqueaba el paso de la frialdad que él desprendía. Mi admiración hacia algo, hacia alguien tan extraño cegaba lo que con una mente despejada podría haber percibido con claridad. Su aura oscura me atraía e hipnotizaba como si de algo fascinante se tratase. Tan atrapada quedé de ver semejante paisaje que me di cuenta demasiado tarde de que me faltaba el aire. Sentía cada molécula de mi cuerpo arder en llamas, llamas negras. Era asombroso sentir sensaciones tan extremas, y el dolor era diferente a cualquier otro. Notaba la locura crecer en mí. Todos mis sentidos se dispararon y se desordenaron. Un mareo irritante insistía en aparecer. Había perdido la cuenta del tiempo que llevaba ahí. Necesitaba respirar, y sin embargo nadar hasta la superficie no era una opción. Él, con unas cadenas de acero, me arrastraba y me mantenía en lo más hondo. Pero yo era consciente de que sin ellas me hubiese quedado por voluntad propia. ¿Qué importancia tenía mi existencia si la comparaba con algo tan maravilloso como lo era aquel mar y aquel quien lo reinaba?
Me estaba consumiendo en el infierno de su voz agridulce. Me ahogaba en el eterno lago de su sangre. Se trataba de una sangre gélida, como sus manos. Unas manos que oprimían mi cuello cada vez más. No tuvo compasión. Me descuartizó por completo, lentamente, sin pasión. Apagó mi música para poder apreciar sus gritos silenciosos de rabia, sus susurros ruidosos de agonía. Devoró mi alma con ansia, por pura desesperación. Una vez saciada su hambre empezó a alejarse, paso a paso, hacia atrás. Cuando a mí sólo me quedaban dos últimos latidos, un último aliento y ni una pizca de fuerza; me miró, impasible como siempre, a mi ida, a mi muerte.