miércoles, 27 de enero de 2016

Adicciones ciegas

Me encontraba sumergida en unas aguas turbulentas y confusas. Esas aguas, pero, tenían algo extraño. No había vida allí, únicamente la mía. El silencio, normalmente agradable, contenía una tensión casi palpable que me omprimía y hacía que mi cuerpo, pesado, cayese y cayese hasta llegar al fondo. Allí abajo, en un lugar tan lóbrego, encontré ese sosiego que siempre había buscado.
Algo se acercó a mí. Algo sin vida. Unos ojos grises, como su mirada triste y apagada, me observaban con aparente atención. La calidez que yo emanaba bloqueaba el paso de la frialdad que él desprendía. Mi admiración hacia algo, hacia alguien tan extraño cegaba lo que con una mente despejada podría haber percibido con claridad. Su aura oscura me atraía e hipnotizaba como si de algo fascinante se tratase. Tan atrapada quedé de ver semejante paisaje que me di cuenta demasiado tarde de que me faltaba el aire. Sentía cada molécula de mi cuerpo arder en llamas, llamas negras. Era asombroso sentir sensaciones tan extremas, y el dolor era diferente a cualquier otro. Notaba la locura crecer en mí. Todos mis sentidos se dispararon y se desordenaron. Un mareo irritante insistía en aparecer. Había perdido la cuenta del tiempo que llevaba ahí. Necesitaba respirar, y sin embargo nadar hasta la superficie no era una opción. Él, con unas cadenas de acero, me arrastraba y me mantenía en lo más hondo. Pero yo era consciente de que sin ellas me hubiese quedado por voluntad propia. ¿Qué importancia tenía mi existencia si la comparaba con algo tan maravilloso como lo era aquel mar y aquel quien lo reinaba?
Me estaba consumiendo en el infierno de su voz agridulce. Me ahogaba en el eterno lago de su sangre. Se trataba de una sangre gélida, como sus manos. Unas manos que oprimían mi cuello cada vez más. No tuvo compasión. Me descuartizó por completo, lentamente, sin pasión. Apagó mi música para poder apreciar sus gritos silenciosos de rabia, sus susurros ruidosos de agonía. Devoró mi alma con ansia, por pura desesperación. Una vez saciada su hambre empezó a alejarse, paso a paso, hacia atrás. Cuando a mí sólo me quedaban dos últimos latidos, un último aliento y ni una pizca de fuerza; me miró, impasible como siempre, a mi ida, a mi muerte.

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